Casillas de Berlanga (Soria)
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Memorial

En esta sección, sólo pretendemos mostrar, aquellos recuerdos y vivencias (gastronomía, costumbres, dichos, canciones, historias...) que nuestros padres y abuelos nos han ido relatando; que han contribuido a que amemos y no olvidemos esta tierra. Para que su memoria forme parte de nuestra memoria.

El Monte de las Ánimas

«La Noche de Difuntos, me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas. Su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.

Intenté dormir de nuevo. ¡Imposible! Una vez aguijoneada la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarlo de la rienda. Por pasar el rato, me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.

A las doce de la mañana, después de almorzar bien, y con un cigarro en la boca, no le hará mucho efecto a los lectores de El Contemporáneo. Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire de la noche.

Sea de ello lo que quiera, allá va, como el caballo de copas.

I

—Atad los perros, haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Animas.

—¡Tan pronto!

—A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras, pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.

—¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?

—No, hermosa prima. Tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.

Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos. Los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían a la comitiva a bastante distancia.

Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:

-Ese monte que hoy llaman de las Animas pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla, que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.

Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres. Los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos. Cundió la voz del reto, y nada fue a parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras. Antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería. Fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres. Los lobos, a quienes se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.

Desde entonces dicen que cuando llega la noche de Difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos. Y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria lo llamamos el Monte de las Animas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.

La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporársele los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.

II

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor, iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.

Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los ojos, y absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.

Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.

Las dueñas referían, a propósito de la noche de Difuntos, cuentos temerosos, en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.

—Hermosa prima exclamó, al fin, Alonso, rompiendo el largo silencio en que se encontraban, Pronto vamos a separarnos, tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales, sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia: todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.

—Tal vez por la pompa de la Corte francesa, donde hasta aquí has vivido se apresuró a añadir el joven. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?

—No sé en el tuyo contestó la hermosa, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo..., que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.

El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven que, después de serenarse, dijo con tristeza:

—Lo sé, prima; pero hoy se celebran Todos los Santos y el tuyo entre todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío? Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.

Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volvióse a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos, y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste y monótono doblar de las campanas.

Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a reanudarse de este modo:

—Y antes que concluya el día de Todos los Santos en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? —dijo él, clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.

—¿Por qué no? —exclamó ésta, llevándose la mano al hombro derecho, como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro, y después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:

—¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?

—Si.

—¡Pues... se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.

—¡Se ha perdido! ¿Y dónde? —preguntó Alonso, incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.

—No sé... En el monte acaso.

—¡En el Monte de las Animas! —murmuró, palideciendo y dejándose caer sobre el sitial. ¡En el Monte de las Animas! —luego prosiguió, con voz entrecortada y sorda—: Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces. En la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor hereditario de mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres, y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche..., ¿a qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡Las ánimas!, cuya sola vista puede helar de terror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarlo en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.

Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que, cuando hubo concluido, exclamó en un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores.

—¡Oh! Eso, de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de Difuntos y cuajado el camino de lobos! Al decir esta última frase la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía; movido como por un resorte se puso en pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar, entreteniéndose en revolver el fuego:

—Adiós, Beatriz, adiós, Hasta pronto.

—¡Alonso, Alonso! —dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerlo, el joven había desaparecido. A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último. Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.

III

Había asado una hora, dos, tres; la medianoche estaba a punto de sonar, cuando Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, y, a querer, en menos de una hora pudiera haberlo hecho.

—¡Habrá tenido miedo! —exclamó la joven, cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la Iglesia consagra en el día de Difuntos a los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de las campanas, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.

—Será el viento —dijo—, y poniéndose la mano sobre su corazón procuró tranquilizarse.

Pero su corazón latía cada vez con más violencia, las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes con chirrido agudo, prolongado y estridente.

Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y grave, y aquellas con un lamento largo y crispador. Después, un silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la medianoche; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas, que casi se siente, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad.

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio.

Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas las direcciones, y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada; oscuridad de las sombras impenetrables.

—¡Bah! —exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho. ¿Soy yo tan miedosa como esas pobres gentes cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura al oír una conseja de aparecidos? Y cerrando los ojos, intentó dormir...: pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y rebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas de aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, y otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos.

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin, despuntó la aurora. Vuelta de su temor entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, tendió una mirada serena a su alrededor, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la banda azul que fue a buscar Alonso. Cuando sus servidores llegaron, despavoridos, a notificarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que por la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil; asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros, muerta, ¡muerta de horror!

IV

Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de Difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas terribles. Entre otras, se asegura que vio a los esqueletos de los antiguos Templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa y pálida y desmelenada que, con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.»

«El Monte de las Ánimas» de Gustavo Adolfo Becquer

Los mandamientos de amor

Rondalla que cantaban los mozos a las parejas de novios.

«Los diez mandamientos santos
te vengo a cantar paloma
para que de mí te acuerdes
y me tengas en memoria.

Para que de mí te acuerdes
y me tengas en memoria.

El primero que es amar, que es amar
te tengo en el pensamiento,
te tengo en el pensamiento
y no te puedo olvidar.

Te tengo en el pensamiento
y no te puedo olvidar.

El segundo no jurarte que jure
más de dos mil juramentos
solo por hablar contigo
palabras de casamiento.

Solo por hablar contigo
palabras de casamiento.

En El tercero la misa,
no la hago con devoción
solo por pensar en ti
prenda de mi corazón.

Solo por pensar en ti
prenda de mi corazón.

En el cuarto no faltar que yo falte
a mis padres el respeto
solo por hablar contigo
dos palabras en secreto.

Solo por hablar contigo
dos palabras en secreto.

En el quinto no matar,
a nadie he matado yo
el muerto soy yo señores
ella fue quien me mato.

El muerto soy yo señores
ella fue quien me mato.

Y en el sexto si al balcón, si al balcón
sales y te metes dentro
y haces pecar a los hombres
en el sexto mandamiento.

Y en el séptimo no hurtar,
yo no he hurtado nada a nadie
solo he hurtado a una chica
con permiso de sus padres.

Solo he hurtado a una chica
con permiso de sus padres.

Octavo no levantar, no levantar
falso testimonio a nadie
como a mí me lo levantan
las mocitas de tu calle.

Como a mí me lo levantan
las mocitas de tu calle.

Noveno, no desear, no desear
ninguna mujer ajena
como yo la he deseado
por acostarme con ella.

Como yo la he deseado
por acostarme con ella.

Décimo, no codiciar, no codiciar
yo no vivo codiciando
porque lo que yo codicio
es un matrimonio honrado.

Porque lo que yo codicio
es un matrimonio honrado.

Y estos diez mandamientos
niña, se cierran en dos,
nos vayamos a la iglesia
nos echen la bendición.

Nos vayamos a la iglesia
nos echen la bendición.

Nos vayamos a la iglesia
nos echen la bendición.

Nos vayamos a la iglesia
nos echen la bendición.»

Soneto para un "bebedizo" soriano

«De Tajueco, en puchero o en cazuela,
póngase a hervir el agua del Ucero
añadiendo, de Oncala, buen romero,
y espliego de Arenillas o Cihuela.

Al romper a cocer, esta mistela
se echará miel de Yanguas al puchero
y manzanilla de Valonsadero
peras de Caltojar, y, del Villar, ciruelas.

Déjese enfriar, luego, bajo un pino
del Revinuesa; o bajo las sabinas
de Blacos o de Boós -sombras divinas-

y ya podéis probar. ¡Bebed sin tino!.
Que no hace daño y hasta sabe a gloria.
¿No le sacáis el gusto? ¿Sabe a Soria?»

«Memorial de Soria» de Miguel Moreno

Migas sorianas

«¿Quién no ha almorzado migas, muchas veces, y antes de salir al tajo: sembrar, alzar, ir a las tainas, a la era, a los huertos, al lavadero, a la escuela, a misa... en la sartén misma que se hicieron, bajo la camapana de la chimenea, en la cocina aldeana?

Y, ¿quién puede decir que allí, precisamente, era y es donde las migas saben a auténtico manjar o como a los pastores, en los descansaderos o junto a los chozos, colgado el calderete de la pareja de horquillas de majuelo, más que ahumadas, socarradas, como puro tizón?

Es de las migas caseras, familiares, rurales y aldeanas, en Soria, de las que voy a coloquiar aquí. De las que se partían -se picaban, mejor- de los últimos arcos, en coscurro, de las hogazas hechas y asentadas. No era preciso que abundara la miga o el migón, sino, a más corteza, mejor. Porque, picadas, por la noche se empapaba en agua y se retorcía, luego, una rodilla o un pañete grande, al que venían a parar como a un talego sin coser, las migas picadas, no trituradas ni molidas, sino migas enteras, aunque se eche a contradicción.

El envoltorio llevaba el pan picado y sal fina, bien espolvoreada, para que tomaran en la noche su sazón. (Así fue como las vi hacer siempre en mi casa, y en muchas otras casas labradoras de Soria).

La sartén era grandona; relucía del aceite en su cuenco y tenía el culo negro como el hollín. Un mango largo y seguro, de macho y yunque. Y poco antes, pues el frito no es largo -¿son fritas las migas o mejor recaladas primero de humedad, luego engrasadas, para que asuman la manteca y se reparten sus picos de pimentón?-; en ese sartenón un chiporroteo de ajos bien cortados que se dejan tostar, sin quemar; y unos, los retiran; y otros, los dejan, cuando, de la cacerola y la rodilla, vienen a la sartén las migas humedecidas en su punto, que, enseguida, van actuando de esponja, en el aceite o la manteca -también se comían migas con sebo- y en poco mas de un cuarto de hora, han tomado su color justo, ni crudas ni tostadas, aunque algunas esquinas aparezcan ennegrecidas; y su paladar justo, que no es el de pan reseco, frito, sino el de miga suelta, bien calada del aceite, de la manteca, de la grasa o el sebo y que no empalaga, ni atraganta; deja de comer y hablar y, eso sí, hay que regarlas con vino, aunque no mucho pues cuenta, luego, la inflada de pan en el estómago, según el líquido que se le añade.

Por eso no deben ser saladas; ni el pimentón, picante; mejor, dulce. Y los ajos, si se quitan, mejor. Los torreznillos, o trozos de chorizo y otros ingredientes, no son de las migas, aunque se les echen.

Pan de hogaza "asentada"; sal fina; rodilla de lienzo bien humedecida, sin gotear; manteca; pimentón... y buena gana, que ésas son migas pobres, pero migas nuestras.

Y como se comían en la misma sartén en que se hicieron, para que no se enfriarán. Y para que el hollín no manchara el hule de la mesa, entre hule y sartén se extendía aquel día un mantel original: un número de "El Avisador" que ya estaba leído desde el rótulo al pie de imprenta; "el mantel de letras", que se llamaba con mucha picardía.»

«Memorial de Soria» de Miguel Moreno

La Bola

«Se trata de una pieza importante y muy sustanciosa, casi esencial, en el menú u ordinario de la alimentación rural soriana. He oído -y sé- que se hace en otras regiones, y aun comarcas y provincias de España, aunque reciba otros nombres: "albondigón", "pelota de pan", "migajón de magro y pan", pero es lo mismo. Era la pieza más voluminosa -a veces las amas de casa hacían dos, según el número de la familia- que entraba, y salía de aquellos pucherones panzudos de barro donde se cocinaba el cocido.

De la miga de la hogaza, ancha y candeal, sacaban unos migones -o migajones-, y se desmigaban por igual. Se batían aparte dos o tres huevos, lo que el desmigado preparado pedía, y se hacía una especie de tortilla de pan, con ello; añadiéndole recortes de tocino magro, picadillo de ajo crudo y perejil, construyendo con todo una especie de torta, elipsoidal, plana, grande, -o dos- más pequeñas, para facilitar su entrada en la olla, que venía cociendo a la lumbre de roble o carrasca, desde hacía un par de horas. Se freía la pieza, o mejor, se pasaba por la sartén con aceite y una pizca de pimentón, para endurecer sus exteriores, pues no se trataba de freir la mezcla, que su destino era ser cocida, y una vez convertida en pieza compacta y más sólida, con el tiempo justo que faltaba ya para retirar el cocido, se echaba a su puchero, cociendo con la mezcla sabrosa de aquel depósito: garbanzaos, chorizo, hueso de garrón, cecinas, tocino, morcilla en su tiempo, oreja... pata, quizá media hora.

Cuando todo estaba a punto y con el caldo del cocido, que se había añadido casi a punto de quitarlo, y coladas las sopas -primer plato del menú de medio día, cada día, todos los del año-, se dividían en sendas medias fuentes, los garbanzos -segundo plato- en una; y en la otra, carnes, tocinos, garrones y bola de la que se hacía partes geométricas, tantas como comensales. La pieza -un manjar aldeano más- había sumado a sus ingredientes la substancia del cocido todo y era, sencillamente, bocado exquisito que mirábamos los chicos a ver a quién le tocaría el mejor "cacho de bola", que podría tener con el peor unos miligramos de diferencia.

Cuando la gresca iba a más podía terciar la madre en el arreglo: "mañana te voy a hacer para tí solo, una bola de cuatro libras".

Cosa imposible porque se hubiera necesitado cocer no en el puchero sino en la caldereta.»

«Memorial de Soria» de Miguel Moreno

Torta de huevo

«De la repostería doméstica, en una ancha comarca como es la "tierralburgo", hay que enumerar los sobones, cuyo nombre deben a que la masa ha de venir muy bien sobada, naturalmente. Luego, se le incorpora manteca fresca de cerdo, al interior, y algo de azúcar; en otros casos nada fuera.

De Casarejos los finísimos sobadillos. Y también ya, sobones en Berlanga.

Pero una repostería doméstico-industrial, de temporada, en El burgo mismo es la torta de huevo, de la que yo he escrito para otras villas y aldeas, sin necesidad, de pascua, sino de encender el horno, y hacer hornada; aquí se come como repostería típica, en la Pascua de Resurrección. En otras regiones es el roscón de Pascua, sin huevo; y en otras los huevos de Pascua -de chocolate- sin roscón. Por variar, les llaman en Cataluña "mona" y traen montado un especial consumo, para ahijados y otras parentelas. Pues en El Burgo, torta con huevo al medio y externo, naturalmente. Es decir, al preparar la masa en tabla, bastante para que suba la torta, se incrusta un huevo crudo, en su mitad, al eje. Y almismo tiempo que la torta se cuece, también el huevo, -que otros dicen que se saca asado-, pero, es lo cierto que la torta de huevo es un manjar.

Me preguntaron en alguna ocasión cómo quedan fabricadas estas "tortas de huevo del Burgo", y se me ocurrió definir:

"... son abizcochadas, y tienen, generalmente, por razón de estética y mejor manejo, de 20 a 22 centímetros de diámetro; de alto, llega a 4 cm., salvo en el eje que alcanzan 7. Porque el huevo va enterrado, en su mitad en masa y torta, y otra mitad, saliente; aunque, como si se tratara de atarlo, aun le cruzan dos cordones o tiras de masa que componen, sobre el huevo una cruz. Estos y la parte más concéntrica de la pieza, va regada de azúcar, muy fina; y el huevo ¿cocido o asado? Pues... mitad y mitad; más espeso y sólido que cuando es cocido en agua; y mucho menos blanco... como si el calor del horno produjera un tintaje de la yema en la clara".

Corre en El Burgo, aquel día por las calles en las que desde hace dos siglos cantaron los serenos, un perfume de inciensos y de aromas de flores, por la procesión del ¡aleluya!. Y, más tarde, el buen aroma también a la torta de huevo con que van a felicitarse esta Pascua Florida los amigos burguenses entre sí.

La historia no se escribe sola. La escriben las gentes, generación tras generación, cuando tienen pálpito de raza y corazón burgense.»

«Memorial de Soria» de Miguel Moreno

Echar en adobo

«El rito de la matanza aldeana, era algo entrañable y encantador. Digo que era, porque las redes comerciales, el nivel de vida y el desarrollo, han puesto ya al alcance de cualquier consumidor los productos cárnicos elaborados en las factorías industriales. Sigue, sin embargo, haciéndose lo que se llama "matanza domiciliaria", creo que con el mismo rito y el mismo entrañable y encantador conjunto de circunstancias que por eso la hicieron así.

No es, por demás, la fiesta de la matanza -que lo era para todos menos para el pobre cerdo muerto- lo que voy a contar ahora, que en su sitio quedó; era, otra, esta fiesta que ocurría un mes o mes y medio después, cuando pasado ya el tiempo suficiente de estar puestas al humo las vueltas de chorizo, las tiras de lomo y los costillares, había que decidir archivarlo en las gigantescas ollas de barro vidriado por dentro y con tres o cuatro asas junto a la boca por fuera para hacer fácil su transporte y de cuyo archivo no salían chorizos, lomos y costillas, hasta las jornadas de la siega.

Aquella noche, cuando el padre regresaba de las faenas diarias, tenía ya la madre limpias, sobre un pequeño retalillo a rayas, las sabrosas mercancías todas aliviadas del humo almacenado -casi hollín a veces- del tiempo en que habían permanecido colgados, cuya limpieza se había hecho con blancas rodillas de lienzo que se habían quedado después de ser usadas, negras como el tizón. Entonces, sobre una mesa, no siempre de patas iguales, por cuanto había que calzar alguna, el padre instalaba la tabla de picar y afilaba el cuchillo con una piedra arenisca que había junto al apoyo de la puerta de casa. Y se cortaban, una tras otra, las vuestas del chorizo en tantos tallos y a su medida como era justo seccionarlos. Se cortaban las tiras del lomo, los magros, completamente semejantes y con la misma proporción; y, por fin, las costillas, que ya estaban machacadas o delineadas -porque lo fueron en fresco- también se separaban una de otra convirtiéndolas en costillas solitarias de lo que fué costillar colectivo.

Unas veces, se "refreían" un poco los chorizos; otros, se echaban en crudo y de cualquier manera, tallos de chorizo, magros simétricos y costillas, bastante simétricas también, iban a parar a los respectivos fosos de sus orzas de barro u ollas para los adobos, porque ese era el final y esa la fiesta y la ceremonia que aquellas noche se celebraba, mes o mes y medio más tarde de haber dado fin a la existencia del familiar "cochino".

Había fiesta en la casa. Se hacía cena con los recortes que siendo del chorizo se llamaban "culos" y lo que venía a ser pequeño deshecho de las costillas y de las tiras de lomo, que eran tantas duplicadas en uno y otras como hubieran sido los cerdos sacrificados en la familiar, encantadora y típica ceremonia de la mantanza aldeana.

Pero había más; también se probaba algún "tallo" -nombre vulgar del troceado chorizo- cuya sustanciosa alimentación se frenaba algún tanto consumiendo en amigable alternativa pepinillos o patacas en vinagre. Bien regado con vino tinto y nueces para postres. ¡Un día... era un día... y, en adobo, se echaba sólo uno...!»

«Memorial de Soria» de Miguel Moreno

Sopas de ajo

«Frecuente "comida", y servida en abundancia, en aquellas cocinas oscuras, iluminadas en mis primeros años de recuerdos conscientes, por candiles de aceite con torcidas mortecinas. Luego con carburos y quinqués de petróleo.

En una cazuela de barro ancha, se cortaba de la hogaza más dura, pequeñas rebanadas de pan, casi transparentes. Se preparaba la sartén, con aceite -no siempre, mas bien grasas, que salían de aquellos mostosos y rancios pucherotes desportillados que no servían ya para el uso diario de la cocina- y pimentón, echándose a la par, un par de ajos, en trozos menudos.

Y al mismo tiempo, en la lumbre, ante su morillo, de arco y tres pies, cocía el agua en un puchero de la misma marca y alfar: agua de la fuente con cuatro, seis u ocho ajos, gordos o menos, y sal. Tan pronto como el aceite había tomado un color tostado, por el pimentón, y los ajos querían requemarse, se vaciaba la mezcla sobre las sopas cortadas; aquellas transparentes rebanadillas de pan, que había venido a la cazuela desde la hogaza. De panza a panza: panzuda hogaza, panzuda y grandona la cazuela, panzudo el puchero del agua y hasta panzuda la sartén...

Cuando el padre o los mozos habían aviado el ganado; cuando habían terminado la hacienda en los pajares; cuando habína desuncido o desaparejado las mulas, es decir, pocos momentos antes de sentarse todos a la mesa, venía el agua clara, con ajo y sal, de la olla a la cazuela y se celebraba el calado y recalado del pan que ya tenía su aceite apimentonado y ajillos fritos y... ¡¡nada más!!

Porque las sopas de ajo, frecuentes y socorridas, eran sólo así. Sin más lujos de huevo, ni lonchas de jamón, ni de tocino entreverado, ni nada de nada más.

Pan, agua, ajo, sal, grasa y pimentón.

Las sopas de ajo de Soria.»

«Memorial de Soria» de Miguel Moreno

Café de puchero

«No había cafeteras. Alguna conseguí ver -vasija expresa para hacer café; no cafetera a presión, en modo alguno- construída de manera artesana. Cafetera se llamaba, entonces, a aquella preciosa vasija de porcelana blanca, de asa azulada o negra, con gracias tapa incorporada y movible, y un elegante caño en forma de ese, que terminaba en boca de serpiente.

Esta era la cafetera, como vasija utilizada para servir el café desde allí a las tacitas de china o en los pocillos de vidrio o de cristal.

Pero el café se hacía en el puchero. Y de ahí que todavía queda la expresión "café de puchero", para distinguirlo del café concentrado o del café éxpres, obtenido, naturalmente, con cafeteras industriales o familiares a presión. La publicidad nos las pasa diariamente, utilizando todos los medios posibles.

La olla de barro o el puchero se arrimaba a la lumbre lleno de agua y cuando borbollaba -entre tanto, se había molido el café, mal molido, muy grueso, con aquellos molinillos de mano de madera- y se echaban tantas cucharadas como personas iban a tomar la cafetera infusión. Y así, el agua se ennegrecía enormemente, y dejaba de hervir por la presencia de una substancia fría, sólida y densa. Entonces, con cuchara de palo, se daban vueltas intermintentemente a aquel agua negra, que cada vez tomaban más color, oscureciéndose más. Y llegaba ahora, cuando ya volvía a hervir de nuevo, un importante y sublime instante: torrefactar la mezcla, que consistía en coger con las tenazas una rolliza brasa de roble, soplarle todas sus caras, para aliviarlas de ceniza, y dejarla caer en el puchero, con lo que, naturalmente, el ascua se apagaba convirtiéndose en carbón, y decían las cocineras -aquellas increíbles y nunca bien ponderas cocineras rurales- que el café había adquirido su junto punto de sabor a café, y por supuesto -añadiríamos ahora, distinguiendo el aroma, el gusto que tiene el café exprés, de aquél insípido, un poco agua-dulce y turbia, que era el café que tomábamos- que había adquirido el justo punto de sabor a "café de puchero".

Se tapa la vasija que continuaba arrimada a la lumbre, algún breve tiempo, con la tapadera de barro. Seguía hirviendo con tizón y todo, y luego se colaba y se pasaba a la cafetera descrita, esa cafetera de porcelana con caño de serpiente, para servirse en las tacitas de china o pocillos y en los vasitos de vidrio y de cristal.

Era el café de la hermandad en el medio aldeano, de los años de nuestros recuerdos más lejanos, y que no podía ser más que el "café de puchero", torrefactado con la mejor ascua de la lumbre.»

«Memorial de Soria» de Miguel Moreno